Como
era naturalmente flemático, empezaba su comida con algunas docenas de jamones,
de lenguas de buey ahumadas, botargas morcillas y otras agujas de enhebrar
vino. Mientras tanto, cuatro de sus criados le echaban en la boca
continuamente, uno detrás de otro, paladas de mostaza; bebía un enorme vaso de
vino blanco para confortarse los riñones, y luego comía según la estación, los
manjares de su agrado, hasta que no podía con el vientre. Para beber no tenía
punto fin, ni canon, pues decía que las metas y los límites del beber llegan
cuando la persona bebiente nota que la suela de sus zapatillas alcanza un
grosor de medio pie.
(…)
Dicho
esto, prepararon la comida, para la que, como extraordinario, fueron asados
dieciséis bueyes, tres terneras, treinta y dos terneros, sesenta y tres
cabritos domésticos, trescientos noventa y ocho cochinillos de leche,
doscientas veinte perdices, setecientas becadas, cuatrocientos capones de
Loudonois y Cornausille, seis mil pollos y otros tantos pichones, seiscientos gallineros,
mil cuatrocientas liebres y trescientas tres avutardas. Además tuvieron once
jabalíes que les envió el abad de Turpenay, diecisiete ciervos que les regaló
el señor Grandmon, ciento cuarenta faisanes del señor Essars y algunas docenas
de palomas zoritas, cercetas, alondras, chorlitos, zorzales, ánades, avefrías,
ocas, garzas, cigüeñas, aguiluchos, patos, pollos de la India y otros pájaros
abundantes guisados y la mar de verduras. Todo ello fue muy bien dispuesto por
Frippesaulce, Hoschepot y Pilluerius, cocineros de Grandgousier; Ianot, Micquel
y Verrenet sirvieron de beber en abundancia.
(…)
Impónese
el que contemos aquí lo que les sucedió a seis peregrinos que venían de San
Sebastián más allá de Nantes, y para albergarse aquella noche, por miedo a los
enemigos, se ocultaron en
el jardín, debajo de los troncos, entre las coles y las lechugas. Gargantúa se
hallaba un poco irritado y preguntó si podrían traerle unas lechugas para hacer
ensalada. Sabiendo que allí las había mucho más hermosas que en todo el país,
porque eran grandes como ciruelos y nogueras, quiso ir él mismo a buscarlas, trajo
en las manos las que mejor le parecieron, y con ellas a los peregrinos, que
ocultos entre sus hojas, tenían tanto miedo, que no se atrevían ni a toser ni a
hablar. Al lavarlas primero en la fuente, los peregrinos se dijeron en voz
baja:
-¿Qué
es esto? ¡Parece que nadamos entre estas lechugas! ¡Queréis que llamemos? Pero
si gritamos, nos matarán como a espías.
Como
acordaron callar, Gargantúa los echó con las lechugas en una cazuela de la
casa, grande como la tina de Cisteaux, y con aceite, vinagre y sal, se los
comió para refrescar antes de la cena. Ya se había engullido cinco, y el sexto
estaba oculto tras de una hoja, asomando solamente su bordón; Grandgousier lo
vio y dijo a Gargantúa:
-Me
parece que hay ahí un cuerno de limaco; no te lo comas.
-¿Por qué? -repuso éste-. Todo es bueno.
Y
cargando con todo, hasta con el bordón, se comió lindamente al peregrino.
Después bebió un larguísimo trago de vino seco para que le abriera el apetito.
F. Rabelais. Gargantúa